HIELERO
por Joaquín Guerrero Acosta
Un día le pregunté a mi padre y a mi abuela por el oficio de mi abuelo. Era hielero, según yo había escuchado, y ya que ese oficio no existe como tal en nuestros días, me pareció interesante imaginar aquella actividad en el Piedras Negras de los años 50.
Mi abuelo, Joaquín Guerrero Becinais, trabajó desde niño en algunos locales del Mercado Zaragoza, para conseguir tiempo después, un trabajo fijo como chofer de la Casa Zúñiga, propiedad del comerciante José Zúñiga, para quien hacía entregas y viajes a Monterrey y San Antonio, e incluso encargos como llevar al equipo de beisbol que patrocinaba ese comercio a sus juegos por toda la región.
Fue poco antes de la década de los 50, cuando mi abuelo dejó su trabajo de chofer para dedicarse al oficio que ocuparía la mayor parte de su vida: repartir hielo en su camioneta por las colonias de Piedras Negras, en una época en la que la mayoría de la gente no contaba con un refrigerador.
“La gente tenía hieleras para guardar su comida. Las hacían con madera y lámina, y luego guardaban el hielo envuelto en alguna tela”, platica mi abuela, María Guadalupe Palomo, quien conoció y se casó con mi abuelo cuando éste ya era hielero.
Antes de las seis de la mañana, Don Joaquín cargaba su camioneta en la fábrica de hielo “La Fronteriza” (una de las tres fabricas de hielo en la ciudad) con pesados bloques de hielo que cortaba hasta en 16 piezas y cuyo costo para mediados de los años 50 era de un peso.
“Usaba un serrucho, más que el picahielos, para no desperdiciar tanto hielo y sacar más piezas de la barra”, recuerda mi padre Joaquín, quien cada temporada vacacional trabajaba con mi abuelo y se unía a Rogelio y “Juanón”, sus ayudantes más recurrentes.
Al igual que los demás hieleros, tenía su ruta establecida, que fue cambiando con el correr de los años pero que durante mucho tiempo abarcó las colonias del centro de Piedras Negras. “Comenzábamos en el Mundo Nuevo, luego en la colonia Zaragoza y de ahí repartíamos en la calle Ocampo, y algunas otras calles del centro”, explica mi papá, quien recuerda incluso el lugar exacto de la calle Fuente en el cual se detenían a comprar tortillas de maíz que una señora vendía en la banqueta directo de su comal.
También repartían en la colonia Buena Vista y en la 28 de junio, colonia creada luego de la inundación del 54 en la que mi abuelo, por cierto, utilizó su camioneta para trasladar a decenas de familias a la parte alta de la ciudad y donde después se las ingenió para conseguir hielo y repartirlo en los campamentos de damnificados asediados por el calor de aquellos meses.
Y es que el Hielo era buen negocio de marzo a octubre, y los meses de mayor calor en los que mi abuelo cargaba dos veces al día la camioneta y vendía hasta 20 barras de hielo, eran tiempos de bonanza en los que nada faltaba a los hieleros y sus familias.
El sonido del claxon de aquella Chevrolet 1950 anunciaba a los vecinos que había llegado el hielo, y mientras se atendían los pedidos y se comenzaban a cortar las barras, decenas de niños, algunos descalzos a pesar del sol, se acercaban a la caja de la camioneta para tomar pedacitos de hielo desquebrajado como si se tratara de dulces.
“¡Ya llegó el hielo!, ¡No cura pero refresca!” gritaba Don Joaquín haciendo referencia a quienes buscaban quizá en alguna bebida helada el alivio para la resaca del fin de semana.
Repartir hielo de casa en casa significaba en ese entonces entrar -literalmente- hasta la cocina de los hogares. Era como ver de reojo la intimidad de las viviendas y de las personas, mientras mojaban con el escurrir del hielo, los pisos más limpios y los no tanto.
Era un trabajo pesado, pero bien recompensado, aunque al igual que otros negocios tenía su temporada baja y en los meses de invierno, los hieleros debían buscar alguna otra actividad. En el caso de mi abuelo, esto significaba volver a realizar trabajos de chofer y fletes para particulares o comerciantes de la época.
Innumerables ocasiones, la camioneta de Don Joaquín cruzó el puente internacional de esta frontera trayendo desde máquinas o piezas para una nueva maquiladora, hasta electrodomésticos comprados por las familias de mexicas en los Estados Unidos. “Cada que cruzo un refrigerador pierdo un cliente”, reflexionaba mi abuelo, entendiendo seguramente que tarde o temprano, el oficio de hielero se habría de extinguir.
A principios de los años 70, cuando efectivamente, el negocio de repartir hielo comenzaba a agonizar y el esfuerzo físico comenzó a hacer mella, Don Joaquín dejó esta actividad. De un día para otro guardó el serrucho y los picahielos y volvió a trabajar como chofer para un comerciante local hasta su retiro.
Hoy en día ya no existen los hieleros. Igual que muchos otros oficios han desaparecido de esta y otras ciudades con la llegada de la modernidad, pero en algún tiempo, actividades como ésta, fueron el sustento de las familias que consolidaron y que han visto crecer a Piedras Negras.
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