FLORILEGIO DE MI INFANCIA
por José Juan Medina Zapata
I
No había preocupación y que yo me enterara, en mi lejana infancia nunca hubo una pandemia. Había gripe, que, mi madre, cuando me enfermaba, antes de ir al médico siempre, nos trataba con remedios caseros. Nos daba un desenfriol D, color azul para niños, a veces cuando el mal era menor, un Mejoral para niño. Por la noche, el baño con agua tibia, después, nos llevaba a la cama, nos frotaba con Vicks, o Vaporu en el pecho. Sacaba de la cocina una cucharita mediana, con la punta tomaba algo de Vick o Vaporu, lo calentaba en la estufa de leña, y, me decía: hijo cierra los ojos y no los abras hasta que yo te diga. Acto seguido sentía que me la acercaba a la nariz y me decía, sorbe con fuerza y sentía el humo tibio hasta lo más lejano de mis vías respiratorias. Me envolvía, me cobijaba y no te destapes. Si sudas no te destapes.
Otro día por la mañana, ya recuperado, al baño, desayuno y a la escuela hasta mediodía. Venía y comía y a las 2:30 p.m., regresaba a la escuela para salir a las 5:30 de la tarde.
Llegaba a casa, dejaba los libros y a jugar. A recorrer las calles polvosas y posientas que consentían mis pies. Por la tarde noche mi madre me mandaba a la tiendita de la esquina a comprar galletas saladas, una Coco Cola o una Pepsi y una soda de Misión. Me decía, no se olvide la nota. La nota era un cartoncito donde me apuntaba lo que había sacado fiado y al mes o la quincena se pagaba la cuenta. En mi barrio solo había una calle con pavimento: la calle Rastro, hoy Nuevo León y la avenida principal: la carretera a la Presa la Amistad. Era de un carril para ir y otro para venir.
Solo había tienditas: como les dije, yo iba a la de doña Anita. A veces a la de don Remigio. Aquí en esta compraba el maíz y el salvado para las gallinas. Las tortillas y el chorizo y a veces la carne fresca de cabra o de res.
Hoy en día esas tienditas ya no están. Solo queda en algunos casos los sitios ocupados por familias.
II
Festejos de las fiestas patrias
Los festejos de las fiestas patrias en mi pueblo siempre han sido singulares pero muy coloridas. Sobre todo las del 20 de noviembre: desde días antes al desfile, era ensayar los cuadros en los que iba a participar la escuela. Se empezaba por seleccionar que alumnos iban a integrar determinado cuadro. Todos desfilábamos. Dos días antes era la entrega de la indumentaria con los cuales se iban a hacer los ejercicios. Una semana antes empezaban nuestros padres a comprarnos lo que íbamos a necesitar para el desfile. Todo mundo feliz. Y sobre todo a echarle ganas, porque había premios para las mejores escuelas en conjunto y además porque nos podían dar el día siguiente al desfile y nuestra disciplina había sido correcta.
Por la noche era ir a la plaza Benjamín Canales a disfrutar de los algodones, los elotes al vapor y sobre todo, los antojitos mexicanos y los que ya estábamos en la edad que nos gustaba una muchacha o que sabíamos que cierta muchacha me había avisado con algún otro compañero o compañera que nos veíamos en la plaza, pues ya llevábamos compromiso. Legábamos a la plaza las muchachas solteras daban la vuelta a la plaza de norte a sur y los hombre de sur a norte. Ya previamente me habían avisado si iba a dar la vuelta en la parte de arriba de la plaza o en la parte de abajo. Así podíamos encontrarnos. Al encontrarnos, nos parábamos, nos hacíamos hacia una banca y si nos poníamos de acuerdo ya dábamos la vuelta en el sentido de norte a sur que era también para las parejas. Si la plática prosperaba y había interés en ambos, el joven invitaba a la mujer a disfrutar de una soda, o un elote, o un algodón. Si los recursos que había ahorrado eran vastos la dejaba escoger, si no el joven le decía en específico que era algo que le invitaba. Nunca jamás, la mujer pagaba. Era una ofensa, falta de respeto. Esto hablaba mal del joven. Si había en ese lapso de tiempo ya la declaración, el la invitaba a escuchar a orillas del kiosco de la plaza, a la banda de música. Ya al final si las cosas iban bien el joven iba a dejarla hasta cerca de su casa.
III
El molino de don Juan
El molino de don Juan era uno de los dos molinos para nixtamal que había en el municipio de Acuña. Se ubicaba en la esquina que aun forman las calles Nuevo León, Zacatecas y Nayarit, en la colonia Atilano Barrera. Era un cuarto de adobe con techo de dos aguas, techo de cartón negro acanalado. Media aproximadamente unos 4 x 4 metros. Funcionaba de lunes a domingo los 365 días del año. La demanda era demasiada. Nada más para que usted tenga idea de la gente que a esta microempresa acudía, decía don Juan, que, ya para las 6 de la mañana había en la fila más de 200 personas cargando sobre la cabeza o descansando el cedrón o los cedrones que contenían el nixtamal, es decir el maíz en grano, cocido con cal, listo para moler y obtener la masa para las tortillas o para hacer los tamales.
A las 6 e la mañana empezaba a funcionar el molino, este era de aproximadamente 1.80 metros de alto por 2 metros de ancho. Don Santiago, hermano de don Juan eran los que manejaban e la operación técnica del molino. Otros dos jóvenes ayudaban en los menesteres de la maniobra.
Don Juan, el propietario del molino era el que cobraba solo hasta las 7 de la mañana. Después, hasta que se iba el último cliente, cobraba, doña Salomé, su esposa y el pasaba a abrir la tienda de abarrotes que tenía contigua al molino. Las filas de personas eran larguísimas, -decía don Juan- según decía don Santiago que los clientes solo pedían dos tipos de molienda, la delgada para las tortillas y la masa gruesa para otros menesteres. Cuando se molía para masa fina, que era la mayoría se utilizan la piedra delgada, y, para obtener la masa gruesa se utilizaba la piedra grande, estas eran redondas, con un orificio de unos 3 centímetros de grosor al centro. Para la masa delgada se utilizaba la piedra delgada con un orificio semejante a la piedra grande. Estas piedras tenían la textura de un molcajete. Con el tiempo el negocio creció y compró otro molino. Eran dos. Porque la clientela también creció. En la colonia y sus alrededores, se acostumbraba comer con tortilla de maíz, ya fuera hecha a mano o en las tortilleras mecánicas.
Desde la segunda semana de diciembre, el molino de don Juan trabajaba todo el día, esto por la demanda de masa para las fiestas decembrinas. Con el tiempo y la llegada de la Maseca, el molino fue decreciendo, pero el negocio de abarrotes fue creciendo. Don Juan fue envejeciendo, sus hijos, que eran dos, uno hombre y la otra mujer, ya no se hicieron cargo del molino. El por la edad ya no pudo atender la tiendita de abarrotes y el molino. Aunado a la baja demanda, solo dejo funcionando uno y esto era hasta mitad de mañana, hasta que los clientes fueron disminuyendo. Cabe decir que decía don Juan, que el segundo molino lo compró a don Pedro que era la otra persona que tenía molino en el pueblo. Es decir había dos pero ahora de un solo dueño. Y don Pedro vendió el molino porque ya no le era costeable. Don Juan, decía el vendió el uno de los molinos a un norteamericano porque lo quería para un museo.
Cuando don Juan enfermó, se vendió el segundo molino y quedo desocupado el cuarto del molino
Así quedó durante mucho tiempo, hasta que el miso tiempo le cobró factura. Solo se quedó con la tiendita de abarrotes, que años después, allá por 1980, también cerró. Este fue el fin de los molinos de nixtamal en el municipio de Acuña.
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