28 DE JUNIO DE 1954, LA GRAN INUNDACIÓN
por Cuqui Vázquez Rubio
El mes de junio de 1954, seis meses después de la muerte de mi padre, se presentó con intensa lluvia en toda la región. Grandes tormentas se abatieron sobre distintos lugares de la sierra, las presas estaban a tope y no dejaba de llover, los arroyos tributarios del Río Bravo estaban desbordados.
El 27 de junio, se declaró la alerta, las autoridades invitaban a la población a alejarse del río, una venida de agua podía ser repentina y había que evitar accidentes. Mi abuela estaba atenta a las noticias por la radio que mantenía encendida, todo el día y hasta bien entrada la noche.
Nosotros, vecinos de la calle Ocampo al norte de la ciudad, acostumbrados a las crecidas menores, nos entreteníamos poniendo una rama en la orilla del río y viendo como en un momento la rama desaparecía tapada por la corriente que seguía subiendo, hasta que recibimos la orden terminante de mamá prohibiendo que nos acercáramos al borde del agua.
El 28 de junio de 1954 por la tarde, el ejército tomó el control de la situación y ordenó la evacuación inmediata de la población. En medio de la lluvia tocaron puerta por puerta y en camiones de redilas fueron sacando a la gente que incrédula y preocupada por dejar sus casas, salía solo con lo puesto y algunas cosas de valor, si es que las tenían.
Mamá nos reunió en la sala junto con mi abuela y Virginia:
-No se asusten, tenemos que dejar la casa por unas horas, solo mientras pasa el peligro; el río nunca ha subido hasta aquí, mañana estaremos de regreso ya verán, estén atentos y no se me separen. Los soldados ya vienen, nos llevarán en un camión a una parte alta donde pasaremos la noche y estaremos todos bien.
Luego dio instrucciones a Virginia para que pusiera algo de comida y agua para llevar. Tocaron muy fuerte en la puerta, eran los soldados que nos apuraban a subir a un camión casi lleno de gente. Vimos un coche que se abría camino por la calle a bocinazos, era mi padrino Benjamín Chuck, funcionario de la Consolidada, o lo que todos conocíamos como La Concha:
-Comadre, gracias a Dios que aún están aquí; vengo por ustedes, suban al auto, el agua está por llegar no hay tiempo para nada, salgamos.
Subimos al auto y partimos en medio de aquel caos sorteando la gente que corría, camiones del ejército y autos mal estacionados; unas cuadras adelante, un hombre parado en medio de la calle agitaba los brazos con desesperación para que nuestro auto se detuviera, a gritos pidió a mi padrino que llevara a su familia a una parte alta, cinco personas, tres adultos y dos niños parados en la banqueta, chorreando de agua por la lluvia que arreciaba, esperaban la respuesta mirándonos con angustia; no cabía ni uno más, mi padrino Benjamín abrió la puerta y empujó a los dos niños dentro del auto:
-Volveré por ustedes, le dijo al hombre que solo atinó a abrir la boca.
El agua ya venía por las calles, el bordo de defensa se había roto y la corriente entraba rugiendo abriéndose paso sembrando muerte y destrucción.
Dentro del auto íbamos todos amontonados, golpeándonos unos con otros sin quejarnos, mientras el carro daba tumbos en una carrera loca por un camino de terracería, convertido en un lodazal. Al fin divisamos la casa de mi padrino que estaba en una loma alta. Al llegar vimos el jardín transformado en campamento.
Familias completas se habían instalado bajo los árboles, en tiendas de campaña improvisadas para resguardarse, había un silencio extraño iluminado por lámparas de gas y roto por el llanto de un niño; cruzamos el patio uno detrás de otro con mi padrino al frente y mi madre al final, se nos asignó una recámara dentro de la casa, mamá, Virginia y la abuela extendieron unas mantas en el piso para que descansáramos. Había anochecido.
Al día siguiente, ante el asombro de todos, Piedras Negras amaneció cubierta por el agua.
Las noticias eran desalentadoras, mucha gente se había negado a salir para no dejar sus pertenencias y cuando lo quisieron hacer fue demasiado tarde, arrastrados por la furia de la corriente murieron ahogados. El agua había llegado hasta dos cuadras antes de donde nosotros estábamos, familias enteras habían desaparecido, las pérdidas materiales eran incalculables, no había luz, no había agua, no había hospitales, no había quedado nada, todo estaba inundado. Los hombres estaban desesperados y las mujeres preocupadas, la comida y el agua potable escaseaban y no había medicinas para los enfermos, la impotencia hacía presa de todos y seguía lloviendo.
La primera ayuda que recibimos, fue de nuestro país vecino; helicópteros sobrevolando el lugar dejaron caer cajas suspendidas en pequeños paracaídas que bajaban lentamente balanceándose en el aire. Contenían agua y alimentos que los niños recibíamos felices en medio de una algarabía, inconscientes de la tragedia.
Los dos pequeños que habíamos recogido en el camino, quedaron encargados con unas monjas que igual que todos habían salido del convento para salvar la vida.
Cuando el agua bajó y pudimos regresar a casa, el panorama era desolador, nuestro querido barrio en el que habíamos nacido, quedó convertido en un campo de batalla; con el lodo hasta las rodillas, avanzando con dificultad entre la lluvia que seguía, llegamos a la puerta de la casa que casi no reconocimos. El impacto nos hizo enmudecer.
Una parte de nuestra casa se había derrumbado y podíamos ver el interior como si se le vieran las tripas, muebles volteados patas arriba, cortinas hechas jirones, ropa, zapatos, todo en un desorden de pesadilla.
Escuché a mi abuela exclamar con un hilo de voz:
-¡Madre Santísima!
A mamá se le doblaron las rodillas y cayó al piso.
Después de un largo silencio se levantó tambaleante, sacudiéndose la falda, dijo:
– Vamos aquí hay mucho que hacer y entramos en la ruina.
Por fin paró de llover, un rayo esperanzador del primer sol después de interminables días de lluvia se filtró entre el follaje de los nogales.
El agua se retiró y el río volvió a su cauce dejando devastación y olor a muerte. Se llevó todo a su paso menos la esperanza.
No hay comentarios:
Publicar un comentario