viernes, 12 de junio de 2020

Piedras Negras


NUESTRA SEÑORA DE LAS MERCEDES
por Cuqui Vázquez Rubio
 
Después de la tormenta, el día amaneció espléndido. El sol brillaba en todo lo alto. Atareados, los gorriones reparaban sus nidos, golpeados por el vendaval de la noche anterior. Hormigas arrieras, se daban un festín con las hojas del nogal esparcidas por el suelo, huellas de vientos huracanados de los que no quedaba más que el recuerdo.
 Como era mi costumbre, arrastre una silla del comedor, me subí en ella y alcance el calendario  que colgaba de un clavo en la pared. Disfrutaba de arrancar la hoja del día anterior  y ver en la siguiente la fecha en que estábamos y a que Santo correspondía
 –9 de Mayo, Nuestra Señora de las Mercedes,  liberadora de los privados de la libertad.
De un salto ruidoso baje de la silla pensando que pronto,  ya no me sería necesaria para alcanzar el calendario. Ese pensamiento me hizo sonreír.
Salí al patio y me encontré con mi abuela y su fiel ayudante Virginia, preparando todo para hervir la ropa  blanca,  aprovechando el día soleado y un poco ventoso.
Entre las dos, acarrearon leña, formaron un montículo  y pusieron encima de este un tripié de fierro en el cual sentaron una gran tina  de zinc. Después de encender la hoguera, rebanaron con un cuchillo  una barra de oloroso jabón blanco como si fuera un queso, lo pusieron dentro   de la tina y la llenaron de agua.
Mientras esperaban a que hirviera, se ocuparon separando  la ropa  que habían sacado de la casa en tres grandes canastos de mimbre. Las fundas de almohada y las camisas  por un lado, las sabanas por otro.
Me senté cerca de ellas, mientras jugueteaba con la hojita arrancada del calendario, con la intención de lanzarla a la hoguera. Adivinando mis pensamientos y  sin voltear a verme, mi abuela me apartó con un firme ademan, aun así tuve tiempo de aventar el papelito que cayó en las llamas  retorciéndose como un gusano  cambiando de color hasta convertirse en ceniza. – Te he dicho mil veces que no te acerques a la lumbre, si no sabes obedecer, te iras dentro de la casa hasta que terminemos. Dijo mi abuela,  sacudiendo mi vestido que se había manchado con un poco de ceniza,- vas a oler a humo,  sonreí socarrona,  el olor a humo me gustaba.
Ellas hacían buen equipo, la fuerza física  de Virginia necesaria para tareas  pesadas  y el sabio liderazgo de mi abuela. Entre las dos, eran capaces de matar una gallina en segundos, mientras Virginia la tomaba por el cuello y le daba tres vueltas en el aire, mi abuela la remataba de un hachazo certero.
-Ya hirvió suficiente  pongamos primero las fundas- dijo mi abuela y se dieron a la tarea, revolviendo con un tablón de madera el  agua  jabonosa, que empezaba a gorgotear esparciendo gotitas quemantes.
En eso estaban cuando se escucharon gritos y ladrerío de perros, Lobo nuestro pastor alemán que descansaba dormitando bajo el nogal, levanto la cabeza y enderezo las orejas olfateando el aire.
Quedamos las tres en suspenso para escuchar lo que pasaba. Un golpe seco nos hizo volver la cabeza. Muy cerca de nosotros,  un hombre había saltado desde la barda del vecino hacia nuestro patio. Cayó hecho un ovillo ahogando un grito de dolor, tocándose el  tobillo derecho.
Era un hombre muy joven, casi un niño, con el cabello cortado al rape y la cara con marcas de viruela. Portaba un sucio pantalón a rayas,  descalzo  y no traía camisa, estaba en los huesos.

Nos quedamos mirándolo un instante, mientras sus ojos desorbitados iban de aquí para allá nerviosamente buscando una salida por donde seguir su carrera. El sudor le escurría por la cara,  respiraba agitadamente haciendo subir y bajar una rosa tatuada en su pecho  del lado del corazón.

Mi abuela se plantó delante de mí para protegerme,  Virginia se aferró al tablón  de madera con las dos manos. Lobo nuestro pastor alemán, se había acercado gruñendo  mostrando los colmillos  al desconocido

 Los gritos y voces cada vez se escuchaban más cerca.

Mi abuela con un ademan detuvo a Lobo, dando un paso cauteloso hacia el muchacho.

-Acabo de escaparme de la cárcel, mi  Madre está muy grave, va a morir, solo quiero verla - balbuceo el joven sosteniendo la mirada inquisitiva de mi abuela.

Las voces estaban justo del otro lado de la barda.

Ella vaciló un instante,  cruzo una mirada con Virginia y de un rápido movimiento entre las dos vaciaron los canastos de ropa, con una seña  le indico  que se sentara en el piso y lo cubrió con uno de los canastos. Me vi levantada en vilo y sentada encima. 
Virginia acudió  a abrir   la puerta estremecida por el llamado  de fuertes golpes,  de paso tomo a lobo de la correa y lo llevo con ella.
Mi abuela desato mis trenzas y con toda calma se puso a hurgar en mi cabeza buscando bichos imaginarios.
Entraron al patio dos policías exhaustos,
-Señora, buscamos a uno que se acaba de fugar- dijo el uniformado que parecía el jefe quitándose la gorra y secándose el sudor de la frente con el dorso de la mano.
-si- dijo mi abuela con voz tranquila, vimos pasar a un hombre corriendo y brincando bardas, se fue hacia el rio, rumbo al sur. –¿está segura?- pregunto el policía – tan segura como lo estoy viendo a usted- dijo sosteniéndole la mirada- más vale que se apuren si no, ya no lo alcanzan. Los uniformados siguieron su carrera hacia donde  les había indicado mi abuela.
Tranquilamente trenzo de nuevo  mi cabello, despacio me bajo del canasto y finalmente  descubrió  al joven que no se atrevía ni a respirar.
-anda, vete a ver a tu madre- ya escuchaste, ellos se fueron hacia el sur.
Antes de retomar su huida un último grito de mi abuela lo hizo volver la cabeza –oye, llévate esto-  lanzo una de las camisas blancas que hizo un giro en el aire y  el joven tomo con la mano izquierda, esbozó una tímida sonrisa de dientes  disparejos y se despidió con un – ¡Gracias jefita la Virgen se lo pague!

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